lunes, 24 de septiembre de 2007

Padro, el Discípulo que Murió Crucificado

Morí en mi primera vida, crucificado, pero de cabeza. En ésta, moriré de senectud. Fétidas eran las paredes: sangre, martirio y maldad pero también esperanza en el porvenir. Las mazmorras de Nerón estaban colmadas de ingratitud. Ciento cuarenta y ocho cristianos me acompañaban, todos murieron crucificados; pude percibir el sufrimiento, la tremenda agonía, pero también el amor en sus corazones. Acarició Jesús mi rostro, mientras nuestras lágrimas purificaban el dolor. Fui el primero en morir. Patearon mi rostro; pero la sangre no pudo ensombrecer el brillo de mis ojos. Tres pretorianos me arrancaron puñados de cabello, tenía ochenta y dos años cuando las patadas y los lanzazos intentaron quebrantar mi cuerpo pero no mi espíritu. Llovía, era primavera. Sin embargo, llovía cálidamente. La atmósfera estaba impregnada de la bondad de Dios. Tres veces la sangre fue convertida en barro; pero orgulloso de Cristo, tres veces ordené a mi cuerpo levantarse. Los árboles y las flores y el monte estaban cubiertos de césped. Qué espectáculo tan maravilloso. Qué sosiego en el corazón. Las muñecas y los pies me atravesaron con fierros de veinte centímetros. Gritos de oración exhalaron mis pulmones: “Padrenuestro qué esta en los cielos, Padre mío, Padre…” No hubo otro canto, sólo el Padrenuestro. Supe en ese instante de agonía, que el temor era el motivo de los asesinatos. Nerón temblaba, Nerón nos temía. Quemó Roma pues un hechicero le reveló que el Imperio sería cristianizado. Cuando expiró mi vida, quedó oculto, como el viento entre las hojas, el secreto que Jesús me reveló. Y que en estas páginas será revelado para la corrección y salvación del mundo.

Capítulo uno

1

Hambre, una sola palabra brotaba en nuestras mentes, o quizás ¿en nuestros estómagos?, ¡hambre!, la palabra hambre. Era otoño y mis hijos y mi mujer me esperaban. Éramos cinco hermanos hambrientos. Nuestras casas eran de piedra y en nuestra barca apenas había pescado para el consumo de nuestros hogares. Vivíamos en constante zozobra y aquella mañana fue estéril para todo intento de comercio. Nada nos sobraba, estábamos en la miseria; mi padre y mi madre, mis sobrinos y mis cuñadas: hambre era el pensamiento que prevalecía en los habitantes de Galilea. Hambre de carne pero también de espíritu. Un loco me habían contado que rondaba las embarcaciones; reconozco que en aquel tiempo era supersticioso. Me decía a mí mismo: “Espero que el pobre idiota ni siquiera se me acerque un centímetro porque soy capaz de…, capaz de… ¿azotarlo? Qué estoy pensando; los locos tienen el poder… Qué poder van a tener los locos: ¡supersticiones!, ja, ¡supersticiones de gente ignorante! Los locos sólo saben o conocen más bien ¿el futuro?, ¡madre mía, el futuro!, yo no quiero nada de nada con el futuro; ¡hambre es lo que tengo!, hambre”.
Extendí la vista: arbustos por aquí y por allá, piedras, arena, piedras y más piedras. Nuestros estómagos extendían o ¿quizás paralizaban el tiempo?: dos de la tarde; hambre, lo reitero con firmeza, la palabra hambre nos atormentaba. Amigos, no lo recuerdo muy bien, dos o tres y un extraño de cabello corto, acercándose. Pensé de manera incorrecta; pensar de este modo es pensamiento de hombres: “No tenemos nada para nuestras familias y estos payasos nos quieren quitar lo poco que tenemos”. ¡El loco! (en mi más remota conciencia estas palabras brotaron como por encantamiento), ¡el maldito loco!, sí, ese debe ser; ya lo recuerdo. “Simón”, me dijo Andrés, “un enviado de Dios viene por ti”. “Qué tengo que ver yo con Dios”, respondí tajantemente. “Hermano”, dijo Andrés, ”es un santo calzando sandalias roídas de tanto predicar la palabra del Señor”. “¡Basta!”, dije yo, “al diablo con ése tal enviado de Dios”. Y gritando enfurecido ordené a Andrés que se marchara. Estaba cansado; harto de tantos profetas; hambriento y turbulento. Cuando divisé al extraño mi cuerpo tembló como tiemblan las olas del Mar de Galilea; aquellas palabras pronunciadas en mi casa retozaban aún en el averno de mi alma.
—Simón, he aquí al hombre de quien te he hablado.
Yo me hice el sordo y el mudo.
—¡Simón! —gritó mi hermano.
—¿Qué quieres? —gruñí hoscamente— Vergüenza deberías de tener; toda la mañana y parte de la madrugada hemos estados pescando. Y mira lo que hemos conseguido: unos miserables bocados. Nos estamos empobreciendo cada día más. Y tú, como un tonto perdiendo el tiempo con… —me mordí la lengua; un defecto tremendo de mi carácter era no poder controlar mis palabras.
—Pero, Simón, este es Jesús; me ha pedido que…
—Ya, ya, qué majadero.
El extraño permanecía impertérrito, el temblor de mi cuerpo había desaparecido, no había cólera en mi alma pero sí ofuscamiento. “¿Y quién eres tú?”, dije sarcásticamente. Perdón, me equivoco, creo que mi voz adquirió una suavidad cercana a… ¿la bondad? El recuerdo es difuso, dos mil años es mucho tiempo. “Simón”, susurró el Maestro, “Hermano, hermano, hermano, tu corazón es de piedra; deberíamos llamarte Cephas por lo duro de tu corazón.
—¿Cephas?, ¿qué me quieres decir con eso?
—Simplemente qué abras tu espíritu al amor de Dios.
“Qué ojos tan enigmáticos”, me dije, “éste sí que debe de estar bien loco… Un pescado, eso, le regalo un pescado, qué estoy pensando, todos los pescados. Y que se vaya a Sycaminum donde los locos viven como Hedores”.
—Cephas —volvió a repetir Jesús—, Hermano Cephas, el reino de Dios ha llegado manso como un cordero; ¿no quieras sacrificarlo?
—Yo no hago sacrificios —respondí irónicamente—. Apenas tenemos para comer, qué vamos a tener para…
—Cephas, Cephas, Cephas, abre tu mente; eres tan duro como las piedras con que está construida tu casa. Los pescados que piensas qué quiero no los deseo. Sólo te busco a ti.
Petrificado me quedé, realmente petrificado. No supe qué contestar, me quedé boquiabierto. El extraño; ni siquiera me atreví a llamarle “loco” en mis pensamientos; quizás no era un loco, o tal vez era un…; no fui capaz de articular la palabra: “endemoniado”; pero lo pensé, o, más bien, intenté o quise pensarlo. El Maestro me miró reprochándome la suciedad de mis palabras. “Hermano, el estiércol brota de tu boca. Yo apagaré la sed qué hay en tu corazón; yo te llenaré de luz”. Prepotentemente me acerqué al “extraño”. Yo era un gigante en contraste de su tamaño: un metro setenta y dos quizás, fuerte de miembros, barba crecida, cabello rizado, ojos…, ah, qué ojos tan extraños. Podía sentir su respiración tan tranquila qué no supe que decir. Quería golpearlo, pero tuve miedo; un loco es un loco; y ellos tienen el poder de…
—¿Qué quieres de mí? —dije.
—Qué camines conmigo.
—¿Sólo eso?
—Nada más.
Pensé y pensé; y todavía sigo pensando después de dos mil años. Qué tramposo fue Jesús; y yo, un incauto.

jueves, 6 de septiembre de 2007

Literatura de la locura

Muchos autores han perdido la razón en post de entregarse a una creación abierta a los sin sabores de la vida. Margarita Dura sufría de una terrible enfermedad psicológica, Nietche se volvió loco. Son muchos los autores que han vertido su experiencia en la locura: El prícipe idiota de Fedor Dostoievski, el perseguidor de Julio Cortázar, el elogio de la locura de Erasmo de Rotterdam.

Yo, particularmente, he caido en la locura y he escrito un libro bajo la influencia de la psicosis. El libro se llama Pedro, el discípulo que murió crucificado. La experiencia fue traumática pero de eso ha quedado el arte.